La Asociación de Historia Contemporánea difundió el 7 de marzo de 2017 el siguiente comunicado: “El plagio es una de las más irresponsables, dañinas y perjudiciales prácticas profesionales que asolan hoy la disciplina de la historia. Y no existe otra forma de respuesta que la denuncia pública de la acción, la censura intelectual de las obras y la penalización profesional de quienes, con deshonestidad, hurtan (plagiare) y secuestran (plagiarius), expropiando el trabajo de los demás y presentándolo como propio. «A decir verdad, mentir es un vicio maldito», escribió Montaigne en sus Ensayos. Dentro de la corporación de historiadores, parece cierto que no hay mayor mentiroso que el plagiario. Distinguiéndose de la amplia tipología de las malas prácticas –integrada, entre otros, por los falsarios, mitificadores, prolépsicos, memoralistas de la identidad, negros, historiadores de partido y revisionistas cuyas vinculaciones con los más degradantes usos públicos de la historia abundan en el descrédito de la disciplina–, los robos, trampas, argucias y engaños de los plagiadores cuentan con una larga historia de rechazo absoluto que podemos identificar con el nacimiento de la moderna erudición en el siglo XVI y la difusión del ideal de la cultura del «hombre honesto». Esta tradición de humanismo cívico, que defendía la autenticidad, la originalidad y la autoría, había de conducir a finales del siglo XIX a la normalización disciplinar y a la creación de la ética científica en la historia. La formación paulatina de lo que la reciente historia de la historiografía denomina academic self o academic virtues, está en la base del edificio científico que sustenta la función social de los historiadores en el siglo XXI”.
“No parece casual que Anthony Grafton destacara la importancia de la personalidad del alemán Leopoldo von Ranke y sus discípulos en la difusión internacional de los valores del método histórico y la asimilación crítica de la responsabilidad –individual y colectiva–, basada en la obligación del distanciamiento y en la «autocompresión» del historiador. Y tampoco lo parece, que el autor de Forgers and Critics lo sea también de Los orígenes trágicos de
la erudición (Breve tratado sobre la nota al pie de página). Investigador de la historia de la escritura histórica, Grafton accedió en 2011 a la presidencia de la American Historical Association (AHA), la más importante de las asociaciones de historiadores profesionales de todo el mundo y probablemente la más preocupada entre sus homólogas por las prácticas profesionales indeseables.
A fin de cuentas, las notas al pie de página, que otorgan autoridad y reconocmiento a los autores citados, al mismo tiempo que seriedad y rigor a los profesionales que citan, siempre lo hacen en relación dialéctica con la corporación teóricamente universal de los historiadores. Un entorno ecuménico que conecta la práctica del asociacionismo, en tanto elemento constitutivo de las comunidades en todos los países, con la definición de los procesos de comunitarización, en cuanto componente fundamental de la disciplina, y con la reflexión sobre los aspectos éticos de la profesión –la integridad científica–.
En este sentido, la declaración sobre los estándares de conducta profesional de la AHA, incluye una sección entera dedicada al plagio donde se dibujan desde sus contornos más burdos hasta otras formas más sutiles: desde los groseros robos que, sin citar al autor de referencia, copian «en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias», según reza la voz del Diccionario de la Real Academia Española, hasta los abusos derivados de la reelaboración de
conceptos, ideas o notas que, maquilladas con oficio y astucia, adquieren la apariencia de originalidad en los textos de los plagiadores. Sin olvidar, entre otros, los refinados plagios de los historiadores que se apoyan en la estructura,
logros e interpretaciones de una investigación cuya toma en préstamo se cita de manera tradicional al principio y, sin más referencias, se sigue y parafrasea a lo largo de la nueva obra. Y desde luego, los inadecuados comportamientos
de ciertos historiadores carentes de escrúpulos que, sin haber consultado la documentación, construyen sus relatos con fuentes de archivos tomadas de bibliografías secundarias, apropiándose del trabajo e investigaciones de sus
compañeros, exponiéndose al ridículo cuando reiteran el error ajeno y lo asumen como propio.
En 2010, el Informe elaborado por el grupo de trabajo sobre cultura académica (Academic Literacies Working Group), un numeroso equipo interdisciplinar y transnacional de investigadores liderado desde la Universidad
de Warwick, señalaba como uno de los principales retos de los próximos años la creciente incidencia del plagio (plagiarism) en todos los niveles curriculares –desde los estudiantes en fases iniciales de formación hasta los estadios más altos de la profesión y de la gestión académica–. Que el documento tuviera la prudencia o la cortesía académica de añadir unintentional como adjetivo, lejos de matizar el problema, lo magnifica. Y es que, por desdicha, plagiar no debe considerarse como un hecho aislado, tampoco como una actitud exótica o individual y, en ningún caso, privativo de una comunidad profesional. Antes bien, el plagio en sus diversas formas, síntomas y mutaciones, se trata de un fenómeno global que amenaza con convertirse en un recurso somatizado, casi inevitable e indulgentemente aceptado en las prácticas académicas. De ahí que entre las recomendaciones finales del mencionado informe, se proponga la promoción de políticas de concienciación acerca del perjuicio personal y
colectivo que produce el plagiarismo –no sólo vulnera los derechos de propiedad intelectual de los autores sino que damnifica, también, a las instituciones oficiales o privadas que asignaron los recursos financieros para
las investigaciones–. Y aparezca, desde luego, una manifestación sobre la necesidad absoluta de pronunciarse en contra de todos los plagios; la denuncia y el rechazo de los plagiarios y su penalización.
En los países más avanzados de nuestro entorno –incluida España– existe una importante legislación a propósito de los plagios y las violaciones de la propiedad intelectual –con origen en el primer tercio del diecinueve en el mundo anglosajón; en el caso alemán las disposiciones legales se acenturaron a partir de la era bismarckiana–, que debería implicar un compromiso cívico sólido. Por otra parte, desde comienzos del siglo XXI, coincidiendo con las discusiones globales sobre la integridad bioética de los científicos y, más en particular, con los debates sobre los usos de la historia y la responsabilidad de historiador (Oslo 2000, Dumoulin 2003, History and Theory 2004, Carr, Flynn y Makkreel 2004, Baets 2009), las informaciones sobre los plagios universitarios que transcendieron a la opinión pública en el Reino Unido, Francia, Alemania y Estados Unidos –especialmente, las relacionadas con la tradición de compra-venta de tesis doctorales y la laxitud en la colación de títulos de algunas universidades–, relanzaron las discusiones académicas sobre los contenidos del plagio (debate Weber-Wulff, Rommel, Weberling 2011-2015) e impulsaron las iniciativas dirigidas a su regulación, con una proliferación de manuales de conducta, códigos éticos, directrices legales y cartas de investigadores. Y todo ello, en paralelo, a la creación de instituciones nacionales e internacionales para las vigilancia y la lucha contra las malas prácticas universitarias. El Ombdusman für die Wissenschaft funciona en Alemania desde 1997; en 2008, se creó en Austria la Agencia para la Integridad de la Investigación; y, ese mismo año, se instituyó la European Network of Research Integrity Offices. En España, como en Francia, Portugal o Italia, donde las noticias sobre los plagios son recurrentes y con periodicidad regular generan pequeños escándalos mediáticos y efervescentes debates académicos, los códigos y los comités bioéticos consultivos se han insertado en los organigramas de todas las universidades y del CSIC. Sin embargo, en la práctica no existen agencias, ni instrumentos efectivos para la denuncia y persecución contra las copias, el hurto y las expropiaciones literario-historiográficas.
En el punto donde nos encontramos: el plagio es una práctica de regresión profesional. De hecho, aprovechando la realidad de una sociedad muy comprensiva con los fenómenos derivados de la superación del pasado contemporáneo –por no hablar de la complaciente aceptación de la corrupción político-económica por parte de amplios sectores de la población– y la particular ideología universitaria conservadora –renuente al potencial conflictivo de la crítica deontológica e indulgente con las actuaciones de los compañeros y colegas de profesión–, los plagiadores pervierten desde dentro los criterios de cientificidad de la disciplina histórica y socavan el consenso profesional de la comunidad académica. Da igual el contexto y las personas, nunca debe haber dudas acerca de que la mejor práctica profesional es el reconocimiento de las deudas intelectuales. Por eso, la respuesta de la Junta directiva de la
Asociación de Historia Contemporánea es absolutamente crítica con todo tipo de plagios y con cada uno de los plagiadores, al tiempo que plenamente solidaria con los compañeros afectados por estas prácticas deshonestas. Esta
declaración dirigida a la comunidad de historiadores y al conjunto de la sociedad, sirve para reafirmar el rechazo categórico a las malas prácticas profesionales y, en definitiva, la apuesta legítima por la elaboración de un
código ético efectivo dirigido a afirmar, de acuerdo con Tony Judt, el peso de la responsabilidad profesional”.
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