A mi querido amigo y camarada José Murillo «Comandante Ríos»,
Por Luis García Bravo
Conocí a mi gran amigo y camarada José Murillo un sábado frío del mes de diciembre de 2001, en su pueblo natal, El Viso (Córdoba), donde recibía un merecido homenaje, apoyado por sus compañeros y compañeras guerrilleros. Fue allí donde escuché por primera vez la historia de aquel joven de 17 años que decidió marchar a la sierra para unirse a los guerrilleros antifascistas de Sierra Morena y acogerse a los ideales comunistas del PCE. Pero el destino me tenía preparada la sorpresa de que esa historia, la del Comandante Ríos, yo tendría el honor de contarla muchas veces y que disfrutaría no solo de su amistad y la camaradería de José Murillo, también de su cariño, el mismo que yo siento por él.
Amistad que se consolidaba para siempre tras encontrarnos y fundirnos en un entrañable abrazo, un bonito día 12 de abril de 2001, día de mi cumpleaños, en el que su abrazo sincero y entrañable fue uno de mis mejores regalos de cumpleaños. Desde entonces vivimos muchas anécdotas y momentos inolvidables de emoción, de lágrimas, alegrías y risas.
Momentos en que hoy, Camarada Comandante Ríos, cuando has decidido vadear y cruzar por última vez el río de tu vida; hoy, cuando hasta las aguas de los ríos han cesado sus turbulencias y guardan silencio; hoy, cuando las jaras aún sin flor, aquellas que salvaron tu vida, están quietas y mustias, donde ni el viento de la sierra las mueve; hoy, cuando todo en la sierra es silencio y paz, yo siempre tendré en mis recuerdos esos momentos vividos junto a ti.
Hoy, cuando todos lloramos y nos invade la tristeza, por la partida del guerrillero, aguantando mis lagrimas, quiero recordarte en una noche malagueña del mes de octubre, de las que alargan el verano, cuando a la orilla de la playa sentado en una silla con los pantalones remangados a media pierna y los pies acariciados por pequeñas olas que llegaban a la orilla, charlábamos junto a nuestra querida amiga Dolores.
Y creo que fue en un momento de la conversación cuando te pregunté algo sorprendido: «¿pero tú habías visto ya el mar, no?», y con esa sonrisa picarona me contestaste: «yo creo que sí», y comenzamos los tres a reír.
Ese momento alegre de tus carcajadas quiero que sea hoy mi recuerdo, para no llorar. Solo te quiero imaginar hoy cruzando tu último río y con esa carcajada diciéndome desde la otro orilla con el puño en alto hasta siempre, camarada.
Y yo cerrando mi puño derecho muy fuerte para guardar en él y que no se me escapen tus recuerdo, amistad y cariño, y levantándolo contestarte: «Hasta siempre, camarada, te veré en la otra orilla».